E. Ridner – Abr 2015

La reciente actualización de las Guías Alimentarias para la población estadounidense contendrá una novedad interesante. El grupo de expertos ha dado a conocer sus nuevas recomendaciones a las autoridades de los EE.UU. y entre otras cosas proponen eliminar el límite superior para la ingesta de colesterol a las personas con hipercolesterolemia. ¿Esto quiere decir que el colesterol que proviene de los alimentos ya no es más el enemigo número uno para la salud humana? No exactamente.

El colesterol que proviene de los alimentos de origen animal es habitualmente una parte pequeña del que circula en la sangre. La mayor parte es la que sintetiza el cuerpo, y que sigue un extenso y complejo camino de empaquetamiento y distribución a todos los tejidos, incluyendo su incorporación como componente de la bilis que llega al intestino, donde la mayor parte se reabsorbe reingresando al circuito.

Por lo tanto es lógico que inicialmente se atribuyera un papel importante al colesterol de los alimentos, mientras se seguía investigando esta compleja vía. La razón por la que la concentración de colesterol en la sangre es una preocupación de salud es porque una de las partículas que lo transporta, las lipoproteínas de baja densidad (LDL), se asocia en forma casi lineal con el riesgo de enfermedad arterial. Esto le valió el apodo un tanto simplista de «malo».

La mayor parte de los debates sobre el colesterol surgieron de las diferentes hipótesis acerca del rol de cada componente alimentario en el control de la concentración del LDL, pero sin confirmar cuál es el impacto del colesterol de la dieta en el riesgo cardiovascular.

Por lo tanto se usó siempre un enfoque precautorio: limitar el consumo de colesterol a la cantidad estimada como pérdida habitual, que es de 300 mg por día. Este criterio sigue siendo válido y además no está muy lejos del consumo habitual en las dietas occidentales, por lo que es comprensible que no haya habido apuro en desafiar esa hipótesis: qué pasa si se consume mucho más que los 300 mg diarios.

Basados en estudios observacionales lo que aparece es que no hay relación directa entre el consumo de colesterol y la concentración de LDL en la sangre. Por lo tanto carece de sentido hacer esa recomendación a la población ya que no se obtendrían beneficios en observar esta restricción.

Las implicancias para la industria de alimentos son grandes. Muchos productos están rotulados «sin colesterol» o con textos equivalentes, ya que eso se percibe como una ventaja. Aunque la Argentina no exige declarar el contenido de colesterol en el envase, hay numerosas iniciativas de reformulación de alimentos reduciendo el contenido de colesterol (por ejemplo reemplazando grasas animales por vegetales), y por más que esto pueda seguir siendo un atractivo para el consumidor, no parece estar sustentado por los últimos estudios.

Resta ahora ver cómo reacciona la industria directamente afectada, que es la de los EEUU. Si el mensaje «sin colesterol» empieza a debilitarse, quizás estemos asistiendo a una nueva tendencia tanto en el desarrollo y reformulación de productos como en su etiquetado y comunicación.